Hace algunos años, yo era una persona bastante idealista. Pensaba que si uno tenía buenas intenciones, si realmente quería cambiar algo, eso bastaba. Y esa forma de pensar, aunque parezca inocente o incluso bienintencionada, muchas veces ignora que existen estructuras sociales, económicas y culturales que no se cambian solo con voluntad. Existen límites materiales, reales, concretos, que condicionan lo que podemos o no podemos hacer. Entender eso no fue fácil, pero cambió por completo cómo miro mi trabajo como diseñador de productos digitales.
Trabajo en el sector financiero, y muchas veces cuando discutimos problemas de usabilidad, aparecen estas frases comunes:
“El usuario no lee.”
“Falta educación financiera.”
“Eso se soluciona con un tour guiado.”
Durante un tiempo yo también aceptaba esas ideas sin cuestionarlas. Me parecía lógico pensar que si una persona no entendía cómo usar una funcionalidad, era porque no prestaba atención o no tenía el conocimiento suficiente. Pero no dejaba de preguntarme: ¿realmente es culpa del usuario?
Sé que no estoy descubriendo el aguatibia aquí. Los principios del diseño centrado en el usuario existen desde hace décadas, y cualquier diseñador con experiencia sabe que un mal diseño genera confusión. Don Norman ya escribía sobre esto en los 80s. Pero una cosa es conocer la teoría y otra muy distinta es aplicarla cuando sigues pensando que los usuarios son tontos.
He encontrado útil enmarcar esta discusión en términos filosóficos más amplios. Esa forma de culpar al usuario es profundamente idealista: pone el peso del cambio en la cabeza de las personas, como si todo se resolviera con la “idea correcta”, con un poco más de atención o con más educación. Y deja de lado algo fundamental: el entorno en el que esas personas interactúan, las condiciones concretas en las que toman decisiones, el diseño mismo que se les presenta.
Un ejemplo concreto: mi papá no puede cambiar el PIN de su app bancaria. Él ha usado ATMs por años y sabe perfectamente cómo cambiar el PIN de su tarjeta. Pero en la app no pudo. Y son varias las veces que he tenido que ayudarle. El problema no es que le falte educación, mejores copies o tooltips. El problema es que decidieron usar inputs que requieren clic para hacer focus, en lugar de simplemente mostrar un teclado numérico como lo hace cualquier smartphone con los códigos de seguridad o incluso la misma app para ingresar.
¿Cuando diseñaron ese flujo pasó los tests de usabilidad? Seguramente sí. ¿Se puede usar? Técnicamente sí. ¿Es realmente usable? Bueno, los usuarios como mi papá van al banco para que les ayuden o se lo piden a un familiar más joven y para colmo este cambio lo tienen que hacer una vez por año.
Esto es lo que llamo una mirada materialista del diseño: asumir que no estamos diseñando para ideas abstractas, sino para personas reales, en situaciones reales, con limitaciones reales. No es que mi papá no entienda – es que el sistema no está respondiendo bien a las condiciones materiales de su contexto.
Sé que esto puede sonar ideológico —y lo es—, pero no tiene por qué ser un problema. Toda decisión de diseño arrastra una visión del mundo, aunque a veces no lo digamos en voz alta. Y creo que es momento de hacerlo. Porque si bien no podemos cambiar las estructuras sociales desde una pantalla, sí podemos intervenir de forma crítica y consciente en los espacios donde diseñamos.
En mi experiencia, esto requiere cuestionar constantemente nuestras suposiciones. Incluso ahora, después de este “despertar” teórico, sigo teniendo impulsos idealistas. Sigo pensando a veces que si las personas “realmente quisieran”, entenderían. Es un proceso continuo de recordarme que el contexto material importa más que la buena voluntad.
Diseñar con esta mirada no significa abandonar los objetivos del negocio ni pensar «llego el demonio marxista, llamen al exorcista». Ya en serio (perdón aún debo dejar mi fascinación por todo vincularlo con memes): resolver problemas reales también es bueno para el negocio. Porque los productos que funcionan en contextos reales son los que se sostienen en el tiempo, los que realmente ayudan, los que generan valor genuino.
El desafío es que esto requiere ir más allá del “si pasó testing, está bien”. Requiere pensar críticamente sobre si nuestros procesos realmente capturan la realidad de uso, o si solo estamos midiendo lo que es fácil de medir. Requiere reconocer que a veces la solución obvia es la correcta, incluso si no es novedosa.
Así que la próxima vez que abras Figma o salgas a hacer una investigación, tal vez valga la pena preguntarte:
¿Estoy diseñando pensando en cómo debería ser el usuario?
¿O estoy diseñando a partir de lo que realmente es?